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Misterios de Madrid «El Rastro»

No se puede hablar de Madrid un domingo por la mañana sin mencionar el Rastro. Este es el mercado callejero más famoso de la capital española y de hecho del país. Aquí se puede comprar de todo, desde antigüedades de valor incalculable hasta trastos viejos por los cuales apenas vale la pena regatear.

 

Pero paramos un momento para considerar la palabra en sí: El Rastro. ¿Qué significa exactamente?

La palabra tiene varias definiciones en castellano, pero la que nos interesa para la historia de esta semana es:

Rastro: Señal o huella que queda después de que alguien haya pasado o de que algo haya sucedido.

Hace mucho tiempo un sacerdote vivía en una casa humilde en el centro de Madrid. Era conocido entre la gente de la cuidad por su carácter piadoso y su inquebrantable devoción al Señor. Su nombre era Jeremías pero había ganado el apodo «el solitario» ya que era muy reservado, casi ermitaño y solía evitar todo contacto social.

Pero Jeremías guardaba un secreto, un secreto escondido debajo de los azulejos del suelo de su casa. Durante toda su vida había estado ahorrando dinero en un pequeño cofre que guardaba en un agujero debajo de la cama. Cuando llegó el momento, tenía la intención de utilizar estos fondos para una causa verdaderamente noble.

El gran sueño de su vida era fundar un refugio para niños huérfanos en su barrio. No había contado su plan a nadie, no quería presumir del trabajo del Señor. Privado de todos los lujos vestía ropa remendada y zapatos viejos.

Tenía una mujer que le ayudaba con las tareas del hogar y le insistía continuamente en que cuidara su apariencia e invirtiera en algunas prendas nuevas. Pero el piadoso Jeremías no quería perjudicar su plan debido a estos «caprichos» y hacía oídos sordos a las súplicas de su ama de llaves.

Finalmente, ella enfermó y murió sin haber convencido a Jeremías de gastar un solo centavo a menos que fuera estrictamente necesario.

La noticia de la muerte de la mujer se extendió por todo el vecindario hasta que llegó a los oídos de un joven portugués en busca de trabajo. Se vistió con cuidado y se presentó en la puerta de Jeremías ofreciendo sus servicios.

El anciano sacerdote, que necesitaba ayuda, le dio la bienvenida al recién llegado y le abrió las puertas de su casa y su corazón. Pero por desgracia no sabía que su nuevo empleado era más conocido en la taberna que en la iglesia…

Al principio la vida en el barrio seguía su rumbo. Sin embargo, pasados unos días, los vecinos se dieron cuenta de que nadie entraba y salía de la casa de Jeremías. Tal vez el anciano sacerdote estaba orando y meditando pero ¿no tendría que salir su sirviente a buscar provisiones?

Preocupado, un joven de la parroquia llamó a la puerta pero no hubo respuesta. Rápidamente informó a las autoridades que decidieron intervenir forzando la puerta.

Un silencio sepulcral se había apoderado de la casa, roto solo por los pasos de los guardias a medida que se abrían camino a través de la oscuridad hasta la habitación de Jeremías. Cuando sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra contemplaron una escena horrible. El anciano yacía en el suelo con su cabeza separada de su cuerpo por el golpe de una hacha y su cráneo partido en dos.

Debajo de la cama del sacerdote se habían movido los azulejos y un agujero indicaba el lugar donde Jeremías solía esconder su fortuna.

Quedaba claro que el joven portugués había cometido el asesinato pero tanto el criminal como el botín habían desaparecido sin dejar rastro.

El cuerpo de Jeremías recibió cristiana sepultura. La vida en el barrio volvió a la rutina y poco a poco los vecinos comenzaron a olvidar esta triste historia. Hasta que un día, unos dos años más tarde, un elegante caballero llegó a la ciudad, su nombre: don Rodrigo de Paredes.

Un día, don Rodrigo paseaba por la calle de Ribera de Curtidores con su caballo. Se detuvo delante de la carnicería donde por capricho decidió comprar una cabeza de cordero y pedir a su cocinero que la preparara para el almuerzo.

El carnicero envolvió cuidadosamente la cabeza en una bolsa y don Rodrigo comenzó a caminar hacia su casa. Pero, mientras iba subiendo la cuesta de la calle de Ribera de Curtidores, la bolsa comenzó a gotear sangre. Estas vívidas gotas de sangre aumentaban con cada paso dejando su marca en los adoquines. Un rastro de sangre

Los transeúntes le observaron con asombro y miedo hasta que un guardia intervino y le ordenó que mostrara el contenido de la bolsa. Don Rodrigo le aseguró que no era más que la cabeza de un cordero. Pero imagine su horror cuando al abrir bolsa vio la cabeza del sacerdote asesinado cortada en dos por un hacha tal y como lo había hecho dos años atrás.

El falso don Rodrigo se derrumbó y confesó ser el sirviente portugués que había asesinado a Jeremías para robar sus ahorros. Por fin el caso fue resuelto y al día siguiente el asesino fue ahorcado en la Plaza Mayor.

¿Y qué creen que encontró el guardia cuando miró dentro de esa bolsa sangrienta? La cabeza de un cordero por supuesto.

Durante días los madrileños no hablaron de otra cosa que de los extraños sucesos que tuvieron lugar en la calle Ribera de Curtidores. Todos venían a ver los rastros de sangre que aún se podían observar en las adoquines como evidencia de los pecados de don Rodrigo. El mismo Rey Felipe III, en memoria del pobre sacerdote Jeremías, ordenó que se tallara la cabeza de un cordero sobre la puerta de su casa. Desde entonces su calle se conoce como la Calle de la Cabeza y los madrileños llaman a esa zona El Rastro.

Se dicen que las manchas de sangre en los adoquines nunca desaparecieron de todo… y si no me creen vayan al Rastro un domingo por la mañana y échenle un vistazo.

 

Traducido del artículo original de Renato Capoccia

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